A continuación les dejo un artículo referido a mi Nono, Francisco Tarsitano, en el 16º aniversario de su muerte. Es un absoluto orgullo para mí mostrar los rasgos más importantes de su vida. Fue alguien que supo querer y ser querido, ganar amigos con su mera presencia y simpatía, generar sonrisas con alguna anécdota, generar emoción cuando se lo recuerda. Fue mi único abuelo varón y lo recuerdo como alguien divertido y compinche, quien amaba la visita de los niños y en especial la de mi hermana y la mía. Me apodó “Garibaldi” en mis primeros años de la niñez. Hoy día con mi viejo seguimos recordando anécdotas de él, las más divertidas, entre las cuales se cuela algún que otro insulto en calabrés que él solía decir para divertir a la familia, y también me recuerda detalles que mi nono le contaba del fútbol de antaño. Les muestro aquí un breve repaso de su vida...
Llegó al mundo un día como hoy, en enero de 1911, en un pueblito calabrés llamado Belvedere Maríttimo. Era el quinto de los seis hijos de Felipe y Teresa, y el segundo de los tres varones de la pareja. Lo apodaron Chichilo en aquellos años mozos de Italia, a ese muchachito delgado que se entretenía tirándose al mar mediterráneo desde una gran piedra, junto a los hermanos y algún que otro amigo del pueblo. La juventud feliz le duró poco, ya que el hambre y la situación difícil obligó a que la familia se tuviese que separar. Chichilo abandonó Italia a muy temprana edad junto a su hermano José, hacia otros rumbos con el fin de encontrar un mejor hogar. Desembarcó en Argentina con solo 16 años y con dos pesos en su bolsillo, sin saber castellano y apenas con segundo grado escolar. A pesar de eso, no le impidió la vida que le pusieran como Clack en el Teatro Colón. Ese puesto era para aquel que empezara a aplaudir ni bien terminaba una pieza de una ópera. Al conocer el idioma italiano, él sabía en que momento se debía comenzar con los aplausos. Se hizo hincha de Racing y tomó un infinito amor por el futbol, así como también por el país que le dio asilo, la tierra del tango. En la época del fútbol espectáculo tomó como rito ir a la cancha casi todos los domingos, y hasta tuvo contacto con varias figuras de la época. Su máximo ídolo futbolístico fue, paradójicamente, un crack de Independiente. Se llamaba Antonio Sastre, jugador que, según Francisco, era excelente en cualquiera de los once puestos. “Iba de 2 y se lucía de 2… iba de 10 y se lucía de 10… iba de arquero y se lucía de arquero… ¡La rompía!”. Aparentemente aquel jugador de la década del `30 formó una gran delantera en Independiente. Es que antes se quería a los jugadores de tu club y a los otros también. En su vitrina de ídolos también figuraban el Chueco García, la bordadora Zitto, entre otros.
Francisco estudió para el oficio de peluquero, que era una de las pocas disciplinas que se les enseñaba a los inmigrantes de aquel entonces. Con un carácter cordial y bondadoso como pocos, capturó la amistad de muchas personas, algunas de la alta elite porteña. Sus clientes fueron numerosos y puso una linda peluquería en la avenida Corrientes. Años más tarde vendría de Italia su padre Felipe con sus tres hermanas. En una fiesta de cumpleaños, Francisco conoció a Maria Comuzzi, una inmigrante italiana del norte, y no tardaría en enamorarse de ella. La pareja se casó en 1942 y compraron un cómodo PH en la calle Tucumán, entre Florida y Maipú. Tuvieron dos hijos: Alicia y Carlos. La familia unida era la debilidad de Francisco, como buen italiano. Amaba hacer reuniones con sus hermanos, primos, y también por que no amigos. Cuanto más grande era la mesa, mejor. Sus pasiones fueron la ópera y el fútbol. Más adelante trabajó también en el Teatro San Martín, ya que el oficio de peluquero solo le alcanzaba para las necesidades básicas. “Yo trabajaba para el sánguche y la coca”– solía decir. Sin embrago se preocupó mucho por el futuro de sus hijos, brindándoles la mejor educación. Francisco fue testigo de las páginas imborrables de Racing, del fabuloso equipo de José. Tuvo la dicha de tomarse una fotografía junto a los integrantes de un viejo equipo de la época de oro. Esto fue facilidad gracias a que el presidente Chamiso y otros notables hinchas de La Academia eran clientes añejos y amigos de él.
La salud comenzó a jugarle una mala pasada cuando sufrió un infarto alrededor de sus 55 años de edad. Por obvias razones, el médico le había recetado abandonar el cigarrillo y moderarse en las comidas. El carácter lo mantuvo alegre siempre, al igual que su porte de señor de fino vestir, cabello engominado y zapatos que encandilaban del brillo que tenían. Era absolutamente prolijo y de buen gusto. Amaba la buena vida pese a ser un hombre humilde. Pero él se sentía millonario con poco: la familia, el amor y los amigos. Eso valía mucho más que el dinero. Él ya era feliz con las cosas más sencillas.
En 1978 tuvieron que operarlo de un cáncer. Mi viejo optó por ponerlo en una clínica donde lo tuvieran muy bien cuidado. Luego tuvo que soportar otras dos cirugías de hernias.
Como abuelo fue muy dulce y simpático. Le alegraba los días cuando llegábamos a su casa con mi viejo para almorzar todos juntos. Me cortaba el cabello y conmigo se divertía mucho. Parecía un niño de mi edad, y ponía cara de complicidad cuando me mandaba alguna travesura. Tenía adoración también por mi abuela Laura, a la que siempre hacía sentar a u derecha.
A fines de la década del ´80 tuvo que cuidarse aun más. Pasó más internaciones en el hospital, entre transfusiones, estudios médicos y análisis. Mi abuela Laura le hizo a mano un pijama para que estuviese cómodo cuando íbamos nosotros a visitarlo. Había desmejorado notablemente y su delgadez fue en aumento.
Recibió sus 80 años alrededor nuestro y de mi abuela Laura, pero dentro suyo ya estaba el enemigo, ese enemigo al que el hombre moderno no pudo vencer aún. Sin embrago, su rostro mostraba el optimismo de siempre y el cabello absolutamente blanco siempre lo mantenía bien peinado y engominado. Si bien la enfermedad lo venció, él salió ganando…
Francisco Tarsitano falleció el 1º de septiembre de 1992 en Buenos Aires, en su PH de la calle Tucumán. Hoy día mi familia lo recuerda con todo el amor y el cariño que nos sembró durante toda su vida, y ese mismo amor esta siendo hoy día cosechado. De él guardo el más tierno y lindo de los recuerdos.
Llegó al mundo un día como hoy, en enero de 1911, en un pueblito calabrés llamado Belvedere Maríttimo. Era el quinto de los seis hijos de Felipe y Teresa, y el segundo de los tres varones de la pareja. Lo apodaron Chichilo en aquellos años mozos de Italia, a ese muchachito delgado que se entretenía tirándose al mar mediterráneo desde una gran piedra, junto a los hermanos y algún que otro amigo del pueblo. La juventud feliz le duró poco, ya que el hambre y la situación difícil obligó a que la familia se tuviese que separar. Chichilo abandonó Italia a muy temprana edad junto a su hermano José, hacia otros rumbos con el fin de encontrar un mejor hogar. Desembarcó en Argentina con solo 16 años y con dos pesos en su bolsillo, sin saber castellano y apenas con segundo grado escolar. A pesar de eso, no le impidió la vida que le pusieran como Clack en el Teatro Colón. Ese puesto era para aquel que empezara a aplaudir ni bien terminaba una pieza de una ópera. Al conocer el idioma italiano, él sabía en que momento se debía comenzar con los aplausos. Se hizo hincha de Racing y tomó un infinito amor por el futbol, así como también por el país que le dio asilo, la tierra del tango. En la época del fútbol espectáculo tomó como rito ir a la cancha casi todos los domingos, y hasta tuvo contacto con varias figuras de la época. Su máximo ídolo futbolístico fue, paradójicamente, un crack de Independiente. Se llamaba Antonio Sastre, jugador que, según Francisco, era excelente en cualquiera de los once puestos. “Iba de 2 y se lucía de 2… iba de 10 y se lucía de 10… iba de arquero y se lucía de arquero… ¡La rompía!”. Aparentemente aquel jugador de la década del `30 formó una gran delantera en Independiente. Es que antes se quería a los jugadores de tu club y a los otros también. En su vitrina de ídolos también figuraban el Chueco García, la bordadora Zitto, entre otros.
Francisco estudió para el oficio de peluquero, que era una de las pocas disciplinas que se les enseñaba a los inmigrantes de aquel entonces. Con un carácter cordial y bondadoso como pocos, capturó la amistad de muchas personas, algunas de la alta elite porteña. Sus clientes fueron numerosos y puso una linda peluquería en la avenida Corrientes. Años más tarde vendría de Italia su padre Felipe con sus tres hermanas. En una fiesta de cumpleaños, Francisco conoció a Maria Comuzzi, una inmigrante italiana del norte, y no tardaría en enamorarse de ella. La pareja se casó en 1942 y compraron un cómodo PH en la calle Tucumán, entre Florida y Maipú. Tuvieron dos hijos: Alicia y Carlos. La familia unida era la debilidad de Francisco, como buen italiano. Amaba hacer reuniones con sus hermanos, primos, y también por que no amigos. Cuanto más grande era la mesa, mejor. Sus pasiones fueron la ópera y el fútbol. Más adelante trabajó también en el Teatro San Martín, ya que el oficio de peluquero solo le alcanzaba para las necesidades básicas. “Yo trabajaba para el sánguche y la coca”– solía decir. Sin embrago se preocupó mucho por el futuro de sus hijos, brindándoles la mejor educación. Francisco fue testigo de las páginas imborrables de Racing, del fabuloso equipo de José. Tuvo la dicha de tomarse una fotografía junto a los integrantes de un viejo equipo de la época de oro. Esto fue facilidad gracias a que el presidente Chamiso y otros notables hinchas de La Academia eran clientes añejos y amigos de él.
La salud comenzó a jugarle una mala pasada cuando sufrió un infarto alrededor de sus 55 años de edad. Por obvias razones, el médico le había recetado abandonar el cigarrillo y moderarse en las comidas. El carácter lo mantuvo alegre siempre, al igual que su porte de señor de fino vestir, cabello engominado y zapatos que encandilaban del brillo que tenían. Era absolutamente prolijo y de buen gusto. Amaba la buena vida pese a ser un hombre humilde. Pero él se sentía millonario con poco: la familia, el amor y los amigos. Eso valía mucho más que el dinero. Él ya era feliz con las cosas más sencillas.
En 1978 tuvieron que operarlo de un cáncer. Mi viejo optó por ponerlo en una clínica donde lo tuvieran muy bien cuidado. Luego tuvo que soportar otras dos cirugías de hernias.
Como abuelo fue muy dulce y simpático. Le alegraba los días cuando llegábamos a su casa con mi viejo para almorzar todos juntos. Me cortaba el cabello y conmigo se divertía mucho. Parecía un niño de mi edad, y ponía cara de complicidad cuando me mandaba alguna travesura. Tenía adoración también por mi abuela Laura, a la que siempre hacía sentar a u derecha.
A fines de la década del ´80 tuvo que cuidarse aun más. Pasó más internaciones en el hospital, entre transfusiones, estudios médicos y análisis. Mi abuela Laura le hizo a mano un pijama para que estuviese cómodo cuando íbamos nosotros a visitarlo. Había desmejorado notablemente y su delgadez fue en aumento.
Recibió sus 80 años alrededor nuestro y de mi abuela Laura, pero dentro suyo ya estaba el enemigo, ese enemigo al que el hombre moderno no pudo vencer aún. Sin embrago, su rostro mostraba el optimismo de siempre y el cabello absolutamente blanco siempre lo mantenía bien peinado y engominado. Si bien la enfermedad lo venció, él salió ganando…
Francisco Tarsitano falleció el 1º de septiembre de 1992 en Buenos Aires, en su PH de la calle Tucumán. Hoy día mi familia lo recuerda con todo el amor y el cariño que nos sembró durante toda su vida, y ese mismo amor esta siendo hoy día cosechado. De él guardo el más tierno y lindo de los recuerdos.
Les dejo como regalo un fragmento de la ópera Cavallería Rusticana de Pietro Mascagni, la favorita de mi nono.